Con el transcurso de los años, hemos podido conocer distintos aspectos socio-culturales que yacen en varios pueblos y ciudades que forman parte del territorio del norte grande de Chile. Una geografía que desde hace más de un siglo pone en conflicto a las regiones de Antofagasta, Tarapacá y Arica y Parinacota, en contra de la hegemonía de un par de conglomerados políticos con residencia en la ciudad de Santiago.

Estos territorios enclavados en el desierto de Atacama poseen una infinidad de resquemores materializados a través de diversos códigos que lucen la soberanía de una nación que, por instantes, mucho abarca y poco aprieta. Es más, la inmigración proveniente del sur de Chile y, particularmente, de un par de países cercanos a sus fronteras, ha confeccionado una áspera dinámica socio-cultural que re-lee la narración simbólica de lo que somos y de donde venimos. Una suerte de distorsión de aquellas expectativas que posee la misma expansión territorial chilena ante el rigor del Estado, y que rige a estas idiosincrasias combinadas a su desterrada historia local.

Pero la capital, imperio urbano por excelencia, toma el control de estos lugares bloqueando todas las formas de habitar que conformaron, en el pasado, los límites de este gran desierto. Por eso que en la actualidad nos llama la atención el solapado sello regional que difunde Santiago y que se contrapone al carácter que vemos en el contexto ariqueño, iquiqueño, antofagastino o incluso andino.

Entonces, dentro de las perspectivas de un país que ya ha anexado un par de espacios inconexos y otros tantos descampados, analizamos que su régimen vislumbra una obsoleta y errónea forma de “chilenizar” que, al condicionar esta geografía, procura afanosamente la imposición de otros territorios. Es más, la política de Estado ha aprovechado muy bien los vacíos de la Pampa y sus alrededores para desparramar sobre ellos una raíz común alterando, por ejemplo, el notorio carisma multicultural que estuvo vigente previo a la Guerra del Pacífico.

Al parecer, si re-estudiamos la historia de Chile y sus procesos de chilenización, descubrimos que básicamente este trabajo ha cuestionado la ubicación geográfica, única e inhóspita del norte. Asimismo, la ha objetado bajo un lema donde la creación del mito del vencedor se ha mezclado junto a los emblemas patrios. Cabe mencionar la reflexión del historiador iquiqueño Sergio González. Él explica que parte del desenvolvimiento social y económico nortino tiene mucho que ver con la educación recibida a fines del siglo XIX y principios del XX sobre la base de “la ideología vencedora de la sociedad chilena”[1]. Por eso la conjunción de estas ideas ha rasgado los tejidos de las distintas interpretaciones sobre lo que evidencia el hábitat de un territorio anexado y expropiado a la fuerza.

En el fondo, las fases de la expansión territorial chilena han trastocado incansablemente la memoria e identidad de estas regiones. Regiones que han buscado ser desertificadas para conocer el pasado, comprender un presente y enfrentar sus constantes conflictos limítrofes. Incluso regiones que tratan de pesquisar concretas acciones geopolíticas. Paradojas con las que un espacio-nación no logra identificarse frente a su truncada historia. Aquí, más allá de recobrar una visión cultural y territorial, creemos que la exposición de frágiles recuerdos, por lo general, generaría prolongadas interrogantes que conciben la desertificación como una acción que fortalece la identidad local. De esta manera y tomando en cuenta todas las anulaciones a esas raíces locales, hemos estudiado cómo mostrar lo que realmente debe ser desertificado bajo una trama que revisa, frente al repaso que establece el peso de la historia, lo que es identidad. Por cierto, un trabajo incompleto pero que de una u otra forma siempre reaparece.

Por lo tanto, al confirmar ciertos esquemas que desertifican la geografía, el territorio o la nacionalidad de los individuos, podríamos explicar esa memoria e identidad regional que por instantes solo divaga dentro de las oficinas de la institucionalidad cultural vigente. Así es, estamos en presencia de un espacio que espera ser desertificado y que ha subsistido a las conjeturas de una ideología nacionalista.

Ciertamente, con todos estos antecedentes a veces sería evidente recurrir a ejercicios nemotécnicos para facilitar el estudio y entendimiento de historias, mitos, leyendas que modelan una visión país. En estricto rigor, si este norte significa la construcción y fundación de un mito de identidad sobre el pensamiento versado por la historia local, deberíamos conformarnos con que ésta nace de la confrontación lisa y llanamente de los de allá y los de acá.

Ahora bajo una curatoría y para evocar este discurso desertificador, recapitulo que la creación simbólica y creativa casi siempre nos ha llevado más allá de lo elemental. Y esto porque la variedad de acciones y conjuntos que provoca la cultura visual ha ungido cierta multilateralidad que nos sugiere el análisis de esa creación artística.

Es por eso que, frente a la invitación para generar un proyecto curatorial en la versión de SACO3, no puedo omitir la visión de los artistas chilenos Claudio Correa y Catalina González. Son ellos quienes han asimilado, desde diversos proyectos y exposiciones, cierta reflexión sobre la desertificación, no sólo de la memoria, sino también de los aspectos políticos que incuban estos paisajes.

Ahora, en esta ocasión, los artistas han articulado los dilemas que establece un panorama de cómo percibimos a nuestros vecinos, pero extranjeros de un lugar que envuelve a este ambiguo territorio.

Para estos artistas desertificar la imagen, objeto, concepto nortino y su relación tripartita con Perú y Bolivia reproduce heterogéneas coordenadas de investigación y acción. Aunque en este caso los ejes que han rescatado para las obras enlazan, por primera vez, sus impulsivas articulaciones ante el imborrable escenario que originan los vestigios de Las Ruinas de Huanchaca. Más allá del contenido de cada una de las obras, aquí se ha elaborado una metáfora en la que ellos han escuchado cómo coexisten sus vecinos y que, en este preciso instante, aparecen bajo nuestra contemplación.

La propuesta de Claudio Correa reproduce un tipo de velamen de un barco denominado Foque. El artista confecciona una propuesta instalativa que hace mención al navío boliviano denominado “Antofagasta” y que estuvo apunto de ser parte de la Guerra del Pacífico. Desafortunadamente, cuenta la historia que el navío fue desarmado por militares peruanos antes de que pudiera adentrarse en las aguas en conflicto.

Como lo vemos en la imagen, la obra de Correa, “Homenaje a la Antofagasta boliviana”,conceptualiza cuáles son los símbolos que desertifican el historial que cataloga un territorio aún indefinido desde la visión de chilenidad. Adicionalmente, la confección de esta obra exhibe durante las noches una presentación fantasmagórica, no sólo a partir del resplandor de sus velas pigmentadas con fosforescencia, sino que además por la catarsis que surge desde una atmósfera y arquitectura arruinada. Un lugar que trae consigo la tragedia de la guerra y que posee una base argumental que expone, en todo instante, al otro; incluso ante las imágenes que encaran a esa “historia oficial”.

En otro de los recovecos de las ruinas, yace la obra de Catalina González que lleva por nombre “El paisaje que nos une”Lo propuesto por ella reactiva estrictamente el espacio arruinado de ese lugar con el constante sonido del movimiento del agua en una fuente o especie de noria. Típico manantial pampino que significó un punto de reunión frente a las inclemencias del calor. Una relación que nos lleva a circundar la obra, más aún cuando González fija en la superficie de esa fuente un mapa político del antiguo territorio boliviano. Pero difícilmente este mapa puede ser apreciado de forma integra, debido a que en el agua flotan partículas de azufre. Aquí el “no metal”, que con su color corroe la imagen propuesta, se asemeja al pensamiento enclavado en esos reconocidos e incomprensibles nacionalismos que sugieren borrar mapas y crear nuevas fronteras que acorralan tanto a foráneos como a connacionales. Lo particular es que la fuente queda como un objeto decorativo que asemeja ser parte del diseño espacial de la construcción, contexto que se acopla a la estética en ruina que especula con esa concepción “patrimonial” chilena.

Toda desertificación, simbólica o intangible, esta impregnada de las directrices que circundan los límites geográficos y territoriales de un país como el nuestro. Buscando en sus extremos, norte y sur, seremos capaces de reconocer quién es el otro. En resumen, desertificar no resuelve el dilema de coexistir en este lugar, sino más bien genera una semblanza que indispone la clásica misiva que pretende implementar una nación uniforme.

  1. González, Sergio. El Dios Cautivo. Las Ligas Patrióticas en la chilenización compulsiva de Tarapacá (1910-1922) LOM Ediciones, Santiago, 2004.