“Cuando una persona querida por la comunidad muere uno siente que no es un muerto de la familia, sino que es un muerto de todos”

Nidia Góngora – Cantora

 

Son diversas las maneras que tenemos para inferir, investigar y rescatar algunas estructuras sociales que, dentro del campo del arte contemporáneo, no deberían quedar desconectadas de la memoria, así como tampoco deberían alejarse de los procesos históricos. En la mayoría de los casos la memoria y aquello que definimos como patrimonio implica una consideración de la realidad social como proceso. Por lo tanto al recuperar ciertas tradiciones resignificamos las funciones del presente para insertar nuevos acontecimientos, situaciones y hechos a eso que definimos como herencia cultural. ¿Es la memoria la que nos lleva a la construcción significativa de nuestro patrimonio?

La concepción del patrimonio, sus entramados y símbolos, en constante construcción, han estado expandiendo en estos últimos años ciertas ideas que lo re-definen como tal. Lo patrimoniable no incluye solo la herencia de cada pueblo o las expresiones de una cosmovisión determinada, sino también los acervos culturales que se reconocen en un espacio y en un tiempo indeterminado. De este modo, somos capaces de evocar el patrimonio en tanto construcción social y lo entendemos como un ámbito de negociaciones culturales que desde la disparidad colectiva fortalece el entramado de sus identidades.

Por lo que al comenzar un proyecto de investigación, en plena selva, y lidiar a través del errabundeo con una serie de interrogantes acerca de las tradiciones orales de una comunidad, confrontamos ciertamente otros significados que expele el concepto de patrimonio. Frente a esta diversidad de preguntas más la multiplicidad de elementos que observamos en la zona de Timbiquí en Colombia, podríamos ser capaces de re-significar la puesta en marcha de un laboratorio como espacio constitutivo que tiene como principal objetivo destrabar lo intangible en cuanto a valor intrínseco del territorio. García Canclini lo recalca, “actualmente no solo son identificadas las materialidades de una cultura determinada, sino también sus aspectos inmateriales”. No obstante, las dinámicas específicas de una localidad y adicionalmente sus conflictos étnicos, cuestionan el rol que debería asumir una pesquisa que, en este caso, debe establecer una relación simbiótica con el arte contemporáneo.

Enfrentando estas retóricas preliminares, la introspección etnográfica de la artista visual Adriana Ciudad y su conexión, específicamente, con los alabaos de Timbiquí, expande esas minuciosas sensibilidades que evocamos desde la base de la antropología y los paradigmas del patrimonio; y, por cierto, desde un contexto social cada vez más retocado por sus desesperanzas.

Los alabaos son cantos responsoriales que en sus letras evocan el dolor, pero también la esperanza. En este sentido, la sociedad de Timbiquí convive con la muerte dentro de una cosmovisión que ya ha sido diagnosticada por lo que desconocemos. Cabe recordar que aquello que la conquista catalogó como maligno –rituales organizados por esclavos provenientes de África– hoy, sin embargo, es la vibración al pie de la letra de toda una comunidad que conecta su realidad, en este caso, con los difuntos.

Cada interpretación, traducción visual y sonora, levantada por esta artista, radica en un constante peregrinar que asume los diversos juegos estéticos que han cimentado su propio trabajo artístico. No obstante, estas propuestas no solo tienen relación con la imagen, más bien éstas podrían ser definidas como una visualidad retocada por una infinidad de epifanías que desbordan temporalidades ante los límites que nos presenta la naturaleza.

Entre estos parajes la música constituye una plataforma fundamental de conocimiento y es aquí donde aparece en escena el trabajo de la cantora Nidia Góngara quién a través de sus cánticos le presenta a Adriana Ciudad la sonoridad de Timbiquí la cual puede ser ensamblada a los innumerables recorridos que junto a otras crónicas revelan la conservación de estos ritos. Además a este grupo de acción multidisciplinar se ha sumado el cineasta C.S. Prince quién desde una perspectiva audiovisual etnográfica retrata los aconteceres que circundan un singular análisis desde el campo colaborativo.

Pues bien al utilizar una serie de medios que han sido revelados ante el trabajo colaborativo, tales como la instalación, fotografía, vídeo y pintura, Adriana Ciudad revive los rincones de Timbiquí trasladándonos a un espacio que se homologa a otros que también han estado inmersos en la sonoridad, el cuerpo y el patrimonio. Asimismo nos invita ahondar en esa marginalidad indeterminada que forma la base conceptual de los alabaos, confirmando que las tramas de estas rezanderas abordaban una categoría que no es reductible a un marco teórico y epistemológico único. Todo lo que vemos y escuchamos aquí deriva en esa hibridación de prácticas comunitarias en conjunto a sus memorias tan diversas que impone el entorno.

Entonces se hace indispensable, por una parte, no olvidar que estos alabaos inexorablemente nos proporcionan un antes y un después de la comunidad y, por otro lado, nos conducen a las diferentes problemáticas que edifican estas poesías que –a la vez canticos– cargados de una interesante sintonía colectiva son la filiación social, histórica y cultural de estos pueblos. A través de estos parajes las cantoras y sus alabaos han reestructurado el uso del tiempo y ese sitio-ritual como elementos distintivos de una alteridad cultural circunscrita entre rezos y duelos. O más bien como ellas mismas lo comentan: entre rezanderos y ánimas.

Desde la otra vereda, este proyecto expositivo de Adriana Ciudad ha rotulado un sugerente modelo de estudio de campo que está combinado a varios factores que emplazan la particular visión que aún existe de ‘obra de arte’. Además la artista ha provocado un diálogo desde otro lugar, en otro emplazamiento y rompiendo con la imagen soterrada que los mismos lugareños poseen sobre los ritos.

A simple vista, este proyecto genera un recambio en los aspectos con los que curioseamos en la cultura visual de la jungla colombiana, esa que constituimos arbitrariamente los afuerinos. Vale la pena mencionar lo que ha escrito la curadora Claudia Segura sobre esta experiencia: “A partir de la mirada multidisciplinar y artística sobre procesos de duelo, reconciliación y reparación en la era del posconflicto, esta iniciativa se despliega en un trabajo que parte desde lo simbólico, pero opera en lo físico, y nos muestra cómo el arte puede ser una herramienta de transformación social y posición política.[1] Sin duda, los alabaos permiten crear un espacio necesario de reflexión comunitaria y al mismo tiempo son el narcótico que adormece nuestras conciencias ante la hostilidad de un presente violento y un futuro cada vez más incierto. Entre estos humedales, el lenguaje de los canticos utilizados son traducibles entre ellos mismos y despiertan otras emociones sensoriales entre quienes no somos parte de estos territorios.

En síntesis, estas comunidades intentan conservar una relación con la muerte, un vínculo que catapulta otras dimensiones simbólicas e identitarias. Por lo que es indispensable no olvidar que estos alabaos inexorablemente nos proporcionan un antes y un después sobre la comunidad; y que éstos mismos son los que nos conducen a las diferentes problemáticas que edifican las crónicas de una comunidad. De esta manera estos cánticos cargados de una interesante sintonía son, indudablemente, la filiación social, histórica y cultural de estos pueblos ancestrales de Timbiquí.

 

  1. SEGURA, Claudia “Una mirada artística al alabado”, texto publicado en la revista Arcadia, edición número 154, Bogotá, Colombia, p. 23.